RELATO 007

Perdido en el Amazonas
Autor: J.E.D. 

El último año de mi libertad viví la experiencia única de conocer el Amazonas. El broche de oro fue recorrer el brazo principal del mítico río desde Tabatinga hasta Manaos, en un barco de carga y pasajeros. Brasileños de la zona, algunos turistas europeos y de otros países de América fueron mis compañeros de expedición. Lorenzo, un científico francés, sería quien iba a marcar el rumbo, no del viaje sino de mi destino.
El Voyager III era casi como el Titanic, excepto que no tenía ni sus dimensiones, ni sus chimeneas, ni su velocidad ni su lujo. Tampoco era su viaje inaugural. Pero yo, en cubierta y parado en la proa,  me sentía como el rey del mundo, sobretodo al ver a lo lejos algún delfín rosa contorneando entre olas calmas, y no es que lo divisaba por estar bajo efectos de alguna droga amazónica, sino porque verdaderamente existía, siendo uno de los mamíferos más típicos y pintorescos de la región.
El primer día de los tres que duraría la travesía, estaba sentado leyendo cuando se acercó Lorenzo, preguntándome si era interesante el libro que acaparaba mi atención. Le dije que se trataba de una novela de Vargas Llosa, “La fiesta del chivo”, pero mientras le relataba lo esencial del argumento me di cuenta que sólo era la excusa para entablar conversación. Y allí estábamos. Me contó que era un bioquímico en París, vivía sólo con un perro que había dejado al cuidado de una amiga y hacía tres meses que estaba recorriendo América del sur.
Gracias al perfecto español de Lorenzo tuvimos casi dos horas de fluida conversación, que me sirvieron para descubrirlo como una persona muy agradable pero extremadamente melancólica. A pesar de su enorme capacidad profesional, equilibrado sentido común y envidiable posición económica, al francés se lo percibía triste y turbado, como cargando sobre sus espaldas una enorme carga que lo atormentaba. Quizás, el único camino para aliviar ese peso había sido el que me reveló en una escalofriante frase, que por supuesto jamás nadie me había dicho a la cara.
-Pienso quitarme la vida muy pronto- hizo una pausa de esas que estremecen – aquí, en este mismo barco –remató mientras a mí me retumbaba todo. Me confesó que ya no soportaba ser invisible, que nadie le reconociera nada, que de sólo imaginar el resto de su vida igual a los años que llevaba en el ruedo estaba más convencido que nunca de ponerse el punto final. Lo extraño es que le cambiaba el semblante cuando fantaseaba con las repercusiones de su trágica decisión. “Estaré en las noticias, y al menos por un día el mundo sabrá de mi existencia”, se ilusionaba.
-No sabrá de tu existencia –me hice el listo–, sabrá del fin de ella, pero además, no creo que sea noticia una persona que se suicida. De verdad, Lorenzo, no sabría qué razones darte ahora para seguir viviendo, pero te pido que no te mates. Si tu ilusión es que te vean en los diarios, estoy casi seguro de que tu muerte no le importará a casi nadie.
Las personas son casi siempre políticamente correctas cuando se relacionan con alguien que acaban de conocer. Por eso me sorprendí al haber actuado de la forma en que lo hice con Lorenzo, siendo honesto al punto de echarle por tierra algo que con seguridad llevaba pensando hacía varios días. Cuando lo noté más calmado, me despedí y bajé al piso donde estaba mi hamaca paraguaya, junto con otras decenas de ellas pegadas unas a otras donde descansábamos los pasajeros. Intenté concentrarme para proseguir con mi lectura pero me resultaba imposible evadir de mi mente la imagen de Lorenzo y sus desesperadas ansias suicidas.
A pesar de que seguía siendo de día, la cena a bordo se servía temprano. Fui hasta una ventana que daba a la cocina, tomé una bandeja de metal oxidado y me puse detrás de dos brasileños que esperaban su turno para recibir sus raciones. Una mujer a la que le sobraban kilos y le escaseaba delicadeza me dio el menú del día, martillando su cuchara un par de veces contra mi plato mientras descargaba un guiso humeante.
Al tiempo que me ubicaba en la punta de la única mesa que había, pensaba paradójicamente que esa comida, ese comedor y esas cocineras no estarían nada desubicados en una prisión, sin saber que aquella sería mi última cena afuera. Los dos brasileños junto con un tercero que se les sumó, masticaban a mi alrededor y en un inteligible portugués soltaban vocablos y carcajeaban entre mordiscos. Que de vez en cuando se referían y se reían de mí en forma flagrante no quedaban dudas, pero tampoco me importaba. Terminé ese nauseabundo plato y me fui sin más.
Ya con el estómago algo entretenido, volví a subir a la cubierta exterior para tomar una cerveza que vendían en el bar por escasos reales. Antes de acabarla aparecieron los simpáticos muchachos que me habían acompañado en la cena, pero por suerte se acomodaron lejos de mí, en unas sillas de frente a un televisor. Era surrealista ver a la luz de la luna a estos mastodontes, rudos, agresivos y viriles, entonando melosas y estridentes canciones de moda en un juego de karaoke.
Me entretuvieron un largo rato hasta que asomó Lorenzo de su camarote invitándome a pasar, y yo sentí curiosidad por conocer la supuesta primera clase del barco. Era una habitación sencilla que el francés mantenía impoluta, con su cama hecha y todas las prendas bien guardadas. Mientras me enseñaba fotos de sus últimos viajes, movió un álbum y dejó al descubierto un objeto peligrosamente particular.
-Si te encuentran con un arma a bordo vas a tener problemas -le dije eclipsado al ver un revólver en su armario-. ¿Puedo verlo?
Lorenzo no opuso resistencia alguna para que yo, en pocos segundos, tuviera un clásico calibre 38 en mis manos. Le abrí cuidadosamente el tambor y comprobé que tenía un par de balas, recordando que la última vez que había tocado un arma había sido de adolescente, cuando descubrí que mi padre tenía una bien escondida en el placard de su habitación. Pero aquella no estaba cargada y ésta sí, y su dueño me había confesado un plan mortal tan sólo unas horas atrás.
-¿No pensarás usarla de verdad, no?
Se sonrío y me tranquilizó diciendo que había recapacitado, aunque a decir verdad, más que parecer que se le habían ido las ganas de acabar con su vida, daba la sensación de que simplemente había comprendido que su suicidio no iba a resultar trascendente, y por esa única razón no se animaría a hacerlo. Salimos otra vez a cubierta y fuimos por más cerveza, y después de la cuarta lata por cabeza, subía el tono y la efusividad de esa increíble charla bajo la noche estrellada del Amazonas.
Entonces Lorenzo, rompiendo por completo el hilo de lo que veníamos hablando, me pidió si le podía enseñar a bailar tango. Primero le puntualicé que el hecho de que yo fuera argentino no garantizaba mi conocimiento del baile, pero además le dejé en claro que por más que supiera hacerlo, me parecía desubicado darle una clase personal. Su inesperada solicitud me confirmó lo que venía sospechando casi desde el momento en que lo conocí: que el francés tenía una marcada tendencia homosexual. Como seguía insistiendo con su absurdo pedido sin intención de entrar en razones, realmente perdí los estribos, lo insulté, le remarqué que sólo me gustaban las mujeres y que no se atreviera a tocarme, porque ahí mismo lo mandaba al agua a nadar con los delfines rosas.
A tal punto se acaloró la discusión y subió el volumen de nuestras voces, que los cuatro brasileños que todavía seguían con el karaoke interrumpieron una balada de Chayanne para pedirnos calma. Y yo la corté automáticamente después del “calma, hombre” de un grandote con una camiseta del San Pablo, arrojé las latas vacías en un cesto de residuos y bajé obviando por completo el accionar de Lorenzo, quien también abandonó la cubierta para meterse en su camarote. Era casi medianoche.
Me intenté dormir indignado por la confianza que le había dado al francés recibiendo un pésimo pago de su parte. Intentaba justificar su actitud por una posible borrachera, pero también recordaba que había sido yo el que había bebido mucho más que él. Finalmente, en plenas tribulaciones el sueño me venció y se me cerraron los ojos hasta las tres y pico de la mañana.
Con una leve resaca me levanté de la hamaca mientras casi todos dormían. Unas intensas ganas de evacuar me llevaron casi como un sonámbulo a la planta de arriba. Camino al baño, pasé por la puerta del camarote de Lorenzo y tuve la lucidez para pegar la oreja a ver si oía algo raro. Ya sentado en el inodoro, me sobresaltó una tremenda bocina que rompió el silencio de la noche, proveniente de un barco de prefectura brasileña que se acercaba al Voyager III. Nadie se dio cuenta de que ese sonido había acallado otro, más exiguo pero mucho más violento y letal: el disparo de una 38.
Cuando bajé, los policías ya habían irrumpido en el barco con las requisas habituales de cada noche buscando algo de narcotráfico. Me acomodé con hastío dispuesto a enseñarles hasta la última de mis pertenencias, pero nunca llegaría mi turno, porque antes provino un gritó desde la cubierta superior.
-¡Um morto! ¡Ninguém deve sair do barco! – repetía incesantemente un oficial. Traté de mantenerme impasible, aunque intuía que al final Lorenzo había cumplido con su macabro designio. Lo que nunca jamás hubiera imaginado, fue que con un par de declaraciones yo quedaría como el principal acusado de asesinato.
-¡Ese hombre se suicidó! Me dijo ayer que iba a hacerlo –me volvía loco mientras me esposaban-  ¡busquen una carta, tiene que haber una carta! –fue lo último medianamente sensato que dije antes de empezar a insultar y a patalear, acciones que fueron la excusa perfecta para que par de policías brasileños comenzara a golpearme con saña aprovechándose de mis brazos atados.
Esa misma mañana, el grupo de grandotes del karaoke declararían que me oyeron discutir con Lorenzo la noche del crimen. Otro testigo afirmaría haberme visto pasar cerca de su camarote en los minutos cercanos al disparo. Y lo peor aún, tres días más tarde llegarían los resultados de las huellas digitales halladas en el arma, que por supuesto eran las mías.
Mientras me trasladaban a una prisión en el estado de San Pablo, recordaba irónicamente que en las viejas mafias sicilianas se montaba una falsa escena después de ajusticiar a alguno bajo la premisa de “que parezca un suicidio”. Pensar que Lorenzo hizo exactamente lo contrario, quitándose la vida para que luego “parezca un asesinato”. Y justo yo, el idiota que intentó convencerlo de que no era noticia un suicidio, fui la auténtica víctima y el encargado de llevarlo a las páginas policiales bajo el título de “un argentino asesina a un francés en un barco”. Él logró sus cinco minutos de fama y yo quedé atrapado en su farsa, totalmente perdido en el Amazonas.